Nicolás Maduro ha cumplido su amenaza. Anunció que de no ganar el chavismo las elecciones del 28 de julio, habría un baño de sangre. Y eso es lo que hay. Hay un baño de sangre que recorre las calles y los pueblos, las casas y los barrios de Venezuela, destruyendo vidas y demoliendo esperanzas.
Es un baño de sangre que tiene por padrinos a los presidentes de México, Colombia y Brasil, empeñados en mantenerlo en el poder a Maduro, pasándole toallas y jabones para que se seque las manos y limpie la cara. A los que se ha sumado el Vaticano, tan presto para criticar unos espectáculos artísticos en París, mientras que hipócritamente se abstiene de denunciar los masivos asesinatos que comete su ahijado venezolano. Si bien la ley venezolana otorga hasta 30 días para que la autoridad electoral suministre copias de las actas, el plazo político ya terminó. La hipótesis de que Maduro está ganando tiempo para falsificar dichas actas es muy dudosa. El riesgo de detectar su falsificación es demasiado alto. Lo más probable es que el Tribunal Supremo de la dictadura, a donde ya concurrió Maduro, resuelva declararlo ganador o decida anular las elecciones, con el cuento del hackeo. En fin, hará lo que el tirano pida.
El momento de Brasil
Nunca más otra Venezuela
Una salida negociada es posible. Pero con el pasar de los días se torna más lejana. Maduro debe aceptar su derrota electoral, y la oposición, a su vez, garantizarle que no habrá persecución ni contra él ni sus allegados, que sus actos serán juzgados por tribunales de justicia independientes; sin llegar en momento alguno a ofrecerles inmunidad. La oposición no puede ignorar que, después de todo, el chavismo ha logrado alrededor de un 30 por ciento de respaldo popular, un resultado que en cualquier sistema democrático lo convierte en una importante fuerza.
Pero eso supone no solo una mediación internacional creíble para ambas partes, sino una voluntad de Maduro de aceptar su derrota sin dilaciones. A diferencia de los dictadores de los 70, Maduro jamás estuvo preparado no solo para una derrota aplastante, sino para que existan pruebas irrefutables de ella. Sus esbirros lo convencieron de que el chavismo iba a “barrer” , que las encuestas que decían lo contrario eran forjadas. En más de una ocasión, María Corina Machado ha afirmado el compromiso de la oposición de asegurar una transición democrática, respetando los derechos de los gobernantes, especialmente los militares. La combinación de una movilización ciudadana masiva y permanente, y de una presión internacional sostenida podrían abrir solución. Algo similar ya sucedió en otras transiciones de la región, sin negar que hay diferencias.
El chavismo, no debemos olvidarnos, llegó al poder con la muletilla de que a Venezuela solo la salvaba un outsider, alguien “nuevo”, sin antecedentes políticos, y que de paso era joven. Le entregaron todos los poderes, para que dizque refunde el país. Y allí está el resultado. El correísmo siempre ha dicho que Venezuela es su modelo, tanto que se ha jactado de haberle copiado su constitución. Ni él ni sus aliados tapiñados deben regresar al poder.
Cada día que Maduro siga en el poder es un metro más que le cava a la tumba de la izquierda latinoamericana, que no sabe ahora cómo salir indemne. No entiende que la historia de las tiranías es también la historia de la libertad. (O)