Mirando recientemente una serie latinoamericana grabada en 2006, me causó gracia cómo sus protagonistas, adinerados, usaban y cuidaban sus celulares, con devoción, por ser entonces un objeto casi exclusivo y de difícil acceso. Un año antes de esa filmación había estado yo en Japón mirando, como un objeto turístico, las torres de videojuegos, edificios enteros donde estaban encapsulados los gamers, término que entonces se lo relacionaba con el “vago”, el que “pierde el tiempo” jugando videojuegos. Y un año después, 2007, visitando en Corea del Sur el museo de una muy conocida marca de electrodomésticos, me presentaron un aparato de televisión grande, plano, medianamente delgado, de color vino, y con orgullo me dijeron que era el primero con tecnología LCD que se había desarrollado en esa industria, un par de décadas anteriores a mi visita. ¿Por qué no lo conocimos antes?, fue la pregunta obligada. Y la respuesta de la guía fue práctica: “Porque entonces hubiese costado algo así como 32.000 dólares, una cifra muy difícil de masificar”. Amén de una zona experimental coreana en la que con esos mismos limitadísimos celulares que describí al inicio se hacían pruebas para conectarlos al internet y sirvan para hacer transacciones bancarias. ¿Les suena conocido?
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Claro, porque todo mi relato anecdótico está instalado ahora en el diario vivir y sirve como herramienta de trabajo en una diversidad de tareas, desde las más básicas hasta las más ejecutivas. Todo lo que he contado ocurrió hace menos de 20 años y suena a prehistoria. Ya el celular, no uno, sino dos o hasta tres, y de alta gama, salen de los bolsillos del ciudadano más común, en cualquier aeropuerto o control; ya los gamers no se ven tan malos como el estereotipo decía, porque ahora hasta la abuelita que juega Candy Crush está en alguno de los tipos de gamers que por millones nos rodean. Ni qué decir del televisor 4K que cuelga de cualquier pared de caña; o el pagar con sensores en la caja del supermercado. Y, repito, no han pasado 20 años desde mis experiencias asiáticas ni de la divertida comedia latinoamericana que atesoraba el “móvil”.
Pienso todo esto cuando escucho a la ministra Alegría decir que medita sobre la prohibición del uso de celulares en las escuelas…
Pienso todo esto cuando escucho, con mucha autoridad, a la ministra Alegría decir que medita sobre la prohibición del uso de celulares en las escuelas del país por el grado de distracción que este provoca en los alumnos, que se refleja en su bajo desempeño escolar. Paradoja de paradojas, los chicos con celular en mano tienen ahí el mundo de datos que a los de mi generación nos tocaba salir a buscar en las bibliotecas. Pero como muchos padres, quizás sin dimensionar el daño, les acercaron primero el celular a manera de niñera electrónica, para que “deje de molestar”, ese uso derivó en una adicción por el entretenimiento, cuya industria digital mundial parece ser la más desarrollada de todas las que se afectan bien o mal por la internet.
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Loable preocupación la de la ministra. Dura batalla, porque más que prohibición, creo que va a requerir de una muy antipática extirpación, en la que la familia y la sociedad hagan conciencia de que está comprobado que hasta los más grandes imperios se cayeron por los excesos. (O)