La Guerra Fría se caracterizó por dos elementos: se trataba de un conflicto entre dos Estados que militarmente eran superpotencias, y, además, entre ellos no existía ningún vínculo económico. Era un conflicto claramente definido. Durante las cuatro décadas que duró esta rivalidad el concepto de disuasión jugó un papel central. Cada superpotencia buscaba disuadir a la otra de no entrar en un conflicto armado aumentando el costo que debía pagar la otra en el evento de un ataque, era la llamada deterrence. Si hubo roces entre estas potencias, ellos tuvieron lugar en terceras naciones: el bloqueo de Berlín, el conflicto de Corea, los misiles en Cuba y la guerra de Vietnam. Pero ninguna de las potencias se embarcó en una confrontación directa. Siguiendo la doctrina de George Kennan, Estados Unidos adoptó una política de crecer militarmente, formar alianzas, esquivar una guerra directa, y esperar; esperar hasta que la Unión Soviética se ahogue. Y fue lo que sucedió. El imperio soviético no resistió la política de disuasión de Washington y colapsó sin un disparo en 1989. La estrategia de deterrence funcionó. El fin de la Guerra Fría abrió un periodo de gran optimismo –que ahora se lo ve como exagerado–, el modelo liberal había triunfado.
‘Premier league’ de las tiranías
Este escenario terminó abruptamente en 2001 con el ataque a las torres gemelas de Nueva York. El enemigo no era un Estado propiamente dicho, sino grupos informales armados de terroristas que atravesaban fronteras, que poseían letales armamentos y se organizaban en redes invisibles. ¿Como podía aplicarse la doctrina de la disuasión a estos grupos cuya fortaleza consistía precisamente en la ausencia de una estructura estadual? Este enfrentamiento llevó a las desastrosas experiencias, en términos económicos, humanos y estratégicos, de Iraq y Afganistán. Este escenario volvió a tomar un giro en 2022 cuando Putin resuelve invadir a Ucrania con el objetivo de someter a esa nación. Por primera vez desde las guerras coloniales del siglo XIX, una nación agredía a otra para hacerla suya. Con esta decisión el concepto de deterrence volvió a tomar vida. La administración Biden logró en pocas semanas montar una impresionante coalición de defensa de Ucrania y una red de sanciones contra Rusia. Sin embargo, a diferencia de la Guerra Fría, hoy asistimos a un conflicto con múltiples actores, frentes geográficos y estrategias que buscan destruir el orden liberal internacional. A Rusia hay que añadir a Irán, Corea del Sur y China, quien actúa como líder. Este nuevo “eje” viene actuando cada vez más coordinadamente. El envío de tropas norcoreanas a Ucrania es solo el más reciente ejemplo de esta alianza. Y a lo anterior se suma la presencia de grupos no estatales, como son Hezbolá, Hamás y los hutíes. Estos últimos, con la ayuda de Irán, han logrado afectar el tráfico marítimo de manera efectiva. Putin habla de una guerra nuclear como si nada, China prácticamente está decida a invadir Taiwán, Corea de Norte apunta a destruir a Corea de Sur y Japón, e Irán, a incendiar el Medio Oriente.
Una guerra total parece inevitable. Es una ingenuidad creer que América Latina pueda mantenerse idílicamente neutral. De hecho, varias naciones vecinas ya han tomado partido. ¿Y nuestro país? ¿Tiene claro nuestra élite el abismo al que camina el mundo? (O)