El día que escribo hay elecciones en mi tierra natal, Uruguay. Unas elecciones aburridas al decir de muchos, porque los candidatos más opcionados, de ideologías diferentes, saben y han expresado que respetarán la institucionalidad y las grandes líneas de lo que funciona en el país. No es borra y va de nuevo, sino mejoremos lo que funciona y aportemos decisiones y ejecución en lo por hacer. Mientras, el gigante del norte se prepara para lo mismo con propuestas divergentes y polarizadas, pero solo dos candidatos, no una docena como nosotros.
En Ecuador hay acontecimientos tan graves para la ciudadanía que vivir hoy en el país, sobre todo en algunas ciudades de Ecuador, especialmente las situadas en las zonas rojas, es una hazaña casi imposible.
Sobrevivir se ha convertido en una tarea peligrosa, andar por un camino desconocido, aunque lo hayamos recorrido miles de veces, está en el límite entre la vida y la muerte, entre el miedo y la confianza, entre la rabia y la incertidumbre, entre el odio y el amor.
Proyectarse en un futuro, una osadía. ¿Cómo pensar mantener una familia, educar hijos, si el trabajo es una lotería, la incertidumbre una rutina?
¿Qué hacer? Trasplantarse a otro país es arriesgar que las raíces no se adapten a otros suelos, desarraigarse de la cultura, amigos, comidas, de la familia. Y que en la tierra donde se ancla el barco sean considerados un estorbo, una basura, al decir de Trump, siempre un extraño, un extranjero.
Para unir la población en una aspiración común que permita hacer frente a los múltiples desafíos, ahora que una pléyade de candidatos aspira a gobernar el país, los espectadores que definiremos quién será el que asuma la responsabilidad tenemos que urgentemente intervenir y pasar de espectadores a actores.
No todo se puede dialogar, para lograrlo hace falta poder comunicarse. Parte de la comunicación pasa por las palabras, pero además por los gestos, los silencios. Las palabras no siempre significan lo mismo, aunque contengan las mismas letras y sonidos. Depende del contexto, de la cultura, del tono con que se dicen. Por eso hablamos de diálogo de sordos, cuando oyendo lo mismo no se comprende, porque difiere el sentido del mundo de aquellos que las pronuncian.
¿Qué tal si en los debates, en lugar de que pregunten periodistas “expertos” se hace un panel con ciudadanos de a pie, que planteen interrogantes con la exigencia de responder cómo solucionará el problema planteado y quiénes serán sus aliados? Para tender un puente en el lenguaje político y que los excluidos intervengan en la discusión y puedan entender mejor las propuestas. Los posibles interrogadores, cada uno con un abanico de preguntas que quien las formula, conoce y padece, tiene el contexto. Un coordinador/a del debate que mantenga el clima y la logística del encuentro.
Requiere preparación tanto de los candidatos como de quienes formularán preguntas, y mantener un cierto misterio de los actores ciudadanos. Esto generaría expectativa e interés, y multiplicaría comentarios y profundizaciones personales y colectivas. Tendría la ventaja de sacarnos de la apatía que genera el saberse excluido de una elección en la que se juega el futuro cercano del país en su conjunto y de cada habitante en particular. (O)