Fabián Corral: El arte de la queja | Columnistas | Opinión

Vivimos malos tiempos, incertidumbres acumuladas, sequías, incendios, racionamiento de energía, violencia, crisis económica y, lo más grave, un deterioro moral del que no tenemos memoria, y una situación general que puede calificarse, sin exagerar, de crisis del sistema político y de la sociedad.

La circunstancia da para que prospere el arte de la queja, para que ejerzamos esa vocación por la desventura que caracteriza a grandes sectores de la sociedad.

Es la coyuntura ideal para buscar culpables, que los hay, sin duda, y para rasgarse las vestiduras, gritar al ritmo del pasillo, maldecir y tronar bravatas. Da para eso ciertamente, pero, pese a todo, debería ser también la oportunidad de apelar a la serenidad, asumir lo que vivimos con la calma y el temple, con el carácter y la grandeza que nos impone la mala índole de los acontecimientos, con la firmeza y la paciencia que demostraron pueblos que no se corren ni en la guerra ni en las grandes tragedias de las que ha sido tan pródiga la historia. Me viene a la mente Ucrania y su resistencia.

Ante los incendios, ¿llorar o pensar ya en restaurar el bosque, plantar un árbol, cuidar una mata? Ante la oscuridad, ¿maldecir o leer aunque fuese a la luz de una vela? Ante el semáforo apagado, ¿colaborar o lanzar el auto? Ante el desperdicio, ¿cerrar la llave de agua y actuar con la austeridad que impone el racionamiento? ¿Maldecir o entender que desde los espacios de comodidad, encerrados en el mundo del chismorreo del chat, nada se resolverá?

Me parece que es necesario pensar que la sociedad de consumo se agota, que el mundo sufre nuestros abusos, que la naturaleza no es una mina de bienestar inagotable, que las negaciones son parte importante de esa suma de absurdos que constituyen nuestro tiempo. Es preciso admitir que más allá de la crítica, hay compromisos y comportamientos sin los cuales será mucho más difícil que la sociedad salga del entrampamiento. El Estado, sin duda, nos debe mucho, pero el poder se elige, y quienes votamos por gobernantes y legisladores somos los ciudadanos. La rendición de cuentas propia de la democracia comienza con poner por delante nuestras responsabilidades y entender que a cada derecho corresponde un deber correlativo, que la libertad es el resultado del respeto a las reglas.

La verdad es que vivimos agrupados en torno a ficciones, con la esperanza de que se conviertan en certezas, que pasen de la hipótesis a la realidad, de la suposición a la evidencia. Una ficción es el concepto de pueblo, y vinculado a eso, el asunto de la voluntad general y de la soberanía popular. No es una certeza, y tampoco esa voluntad sirve para descubrir la verdad, ni para distinguir el bien del mal. Es una apuesta a falta de algo mejor. Los norteamericanos jugaron a la ruleta entre Donald Trump y Kamala Harris. Acá, cada cierto tiempo, apostamos a la felicidad, y nos equivocamos con mucha frecuencia. ¿Hay, entonces, derecho a quejarse solamente, y hay posibilidades de remediar los entuertos con la cólera? (O)

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