María Fernanda Cobo M.: De un presidente a su hijo | Columnistas | Opinión

Existen documentos históricos que por su contenido son un auténtico patrimonio moral para las nuevas generaciones, ese es el caso de la carta que Álvaro Obregón, presidente de México de 1920 a 1924, escribió a su hijo Humberto. Mucho más que un consejo personal, es un testimonio invaluable de los valores de una generación que comprendía el esfuerzo, la humildad y la autocrítica como la base de una vida digna y significativa. Un consejo que trasciende del ámbito familiar, para recordarnos que el verdadero liderazgo nace de la capacidad de reconocerse falible y aprender de los propios errores, en un momento en el que el poder está al servicio de la vanidad.

Lenguaje y poder

Obregón señala que lo primero que necesita el ser humano para orientar sus facultades en la vida es clasificarse. Textualmente dice: “Tú perteneces a ese grupo de ineptos que integran, con muy raras excepciones, los hijos de personas que han alcanzado posiciones más o menos elevadas, que se acostumbran desde su niñez a recibir toda clase de atenciones y agasajos (…) que van perdiendo la noción de las grandes verdades de la vida y penetrando en un mundo que lo ofrece todo sin exigir nada, creándoles una impresión de superioridad que llega a hacerles creer que sus propias condiciones son las que los hacen acreedores de esa posición privilegiada. Los que nacen y crecen bajo el amparo de posiciones elevadas, están condenados por una ley fatal, a mirar siempre para abajo, porque sienten que todo lo que les rodea está más abajo del sitio en que a ellos los han colocado los azares del destino… En cambio, los que pertenecen a las clases humildes y se desarrollan en el ambiente de modestia máxima, están destinados, felizmente, a mirar siempre para arriba porque todo lo que les rodea es superior al medio en que ellos actúan, lo mismo en el panorama de sus ojos que en el de su espíritu (…) y en ese esfuerzo por liberarse de la posición desventajosa en que las contingencias de la vida los ha colocado, fortalecen su carácter, apuran su ingenio y adquieren una preparación que les permita seguir una trayectoria siempre ascendente”.

Obregón explica que “el ingenio no es una ciencia y que, por lo tanto, no se puede aprender en ningún centro de educación, significa el mejor aliado en la lucha por la vida y solo pueden adquirirlo los que han sido forzados por su propio destino a encontrarlo en el constante esfuerzo de sus propias facultades (…) cuando todo puede obtenerse sin realizar ningún esfuerzo nos alejamos de la virtud y nos acercamos al vicio… Existe un solo vicio que se llama “exceso”, de este debemos tratar de liberarnos (…) procura no incurrir en ninguno y nadie podrá decir que tengas un solo vicio”.

El bien común

Para Obregón, al incurrir en el error de caer en la influencia de lo superfluo, todo sacrificio resultará estéril, lo superfluo es el más grande enemigo de la familia humana. Y finaliza: “de todas estas verdades, solo pueden liberarse los que, teniendo un espíritu superior, llegan a constituir las excepciones de las reglas que siempre se refieren a los casos normales. Si tú logras constituir una de esas excepciones, tendrás que aceptar que has sido un privilegiado”. (O)

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