Leonardo Valencia: Subida a la Montaña mágica | Columnistas | Opinión

No han faltado las reediciones. Era inevitable que el mundo editorial aproveche el centenario de la publicación de la gran novela de Thomas Mann, La montaña mágica (1924), incluso con la dificultad que representa: mil cuarenta y siete páginas en la reciente edición de bolsillo de Penguin Random House, que se ha encargado de recuperar toda su obra. De esto destaco que se haya completado la nueva traducción al español de la tetralogía José y sus hermanos, el libro más extenso de más Mann, por no decir uno de los más complejos, al punto que uno se pregunta cómo es posible que se hayan necesitado cinco traductores, empezando por Joan Parra para los dos primeros libros y concluyendo con Jorge Seca Gil para el cuarto volumen. Creo que todavía estamos lejos de tener en español una edición cohesionada. La montaña mágica ha tenido mejor suerte: la última traducción de Isabel García Adánez renovó el panorama de quienes habíamos conocido la versión de Mario Verdaguer. Señalo esto porque mi limitación es la de un lector que no sabe alemán y recurre a traducciones. Lo único con lo que puedo compensarlo es que me he dedicado a leer y releer a Mann, lo que me permite descubrir que no puedo entrar en los manejos dialectales de Mann y algo más importante todavía: captar su humor a partir de la lengua. Mann parece un autor muy serio, quizá porque él mismo lo era. Pero sí que hay humor en Mann y a mí me ha tomado años y relecturas percibirlo.

Quizá la pregunta que me inquieta sería saber qué pensaría un lector de hoy de esta novela centenaria de Mann. Es fascinante por varios motivos: en el sanatorio suizo donde está ambientada se condensa toda una cultura que pasa del siglo XIX al siglo XX y que revela, en su raíz, la gran crisis europea que derivaría en la Primera Guerra Mundial (la segunda guerra mundial quedaría para su otra novela: Doctor Faustus). Aunque fue publicada a fines de 1924, la historia transcurre aproximadamente entre 1907 a 1914. El despliegue de personajes es enorme, todos alrededor del protagonista, el joven Hans Castorp, que ha ido a visitar a su primo Joachim al sanatorio por unas semanas y terminará quedándose siete años. Un autor realista como Mann, aunque profundamente preocupado en la dimensión mítica de la humanidad, quiebra lo previsible. Lo inaudito de la estancia alargada de Castorp es lo que permite separar el mundo de la ficción del mundo real y precisamente por eso ponerlo a revisión.

Hay mucho escrito sobre esta obra. Hasta el novelista ecuatoriano Alfredo Pareja Diezcanseco le dedicó un libro Thomas Mann y el nuevo humanismo (1956), a raíz de su muerte en 1955, y se abre comentando La montaña mágica. Su conclusión es memorable: para Mann importa “la adecuación de lo oscuro a la necesidad de la claridad humana”. Y una privilegiada lectora como la futura escritora Susan Sontag, había leído dos veces la novela a los 15 años. En una crónica que publicó tardíamente en The New Yorker, contó su visita a Thomas Mann en California en 1947, animada por su amigo Merrill. Sontag estaba a punto de cumplir 15 años. Mann pasaba los 70. El encuentro la abochornaba por su candor adolescente, pero dan cuenta del efecto de Mann sobre alguien de otra cultura, y sobre todo del factor distancia entre el autor y la obra leída. Sontag quería conocer a la mente que había gestado el mundo de La montaña mágica. Ratificó una imposibilidad.

Solo las intensas y polémicas conversaciones entre Settembrini y Naphta, los dos intelectuales que parecen disputarse la formación sentimental del joven Castorp ―y en los que un lector de Bouvard y Pecuchet no dejaría de encontrar resonancias―, o la pasión frustrada que le despierta a Hans la desenfadada Madame Chauchat, dan para reflexiones interminables. Este cúmulo de personajes y dimensiones se condensan en una novela que no está dispuesta a someterse a lectores apresurados, ni siquiera a los seguidores de Mann. Cuesta leer el libro porque carece de los elementos de una intriga que tenga en vilo al lector, y, desafío mayor de gran novelista, Mann quiere que vivamos la duración temporal. Hay que armarse de paciencia y, quizá por la altura de la ciudad suiza, en la que se encuentran los personajes, no se puede ir de prisa. Joachim, el primo de Castorp, dice que están “a una altura espantosa. Nada menos que mil seiscientos metros sobre el nivel del mar”. Para un lector en Bogotá, o en Quito, desde donde escribo, a 2.850 metros sobre el nivel, las alturas de Davos no son tan terribles. Sí lo es el espesor de la novela.

He vuelto a releer partes de La montaña mágica. Es una montaña demoníaca. Las figuras de Settembrini y Naptha, cada cual recurriendo al italiano o al latín en sus momentos culminantes o difíciles, sigue resonando en mi mente. A lo largo de mi vida he encontrado personajes parecidos que han dado luz y oscuridad, y que recuerdan que la vida no solamente es la aparente cotidianidad obsesionada por la transparencia evidente, sino que la cultura es una reverberación de enigmas y contradicciones con los que se convive. No me sorprende ver en Hans Castorp a un millennial sub specie aeternitatis, que hoy acaso escucha con la misma perplejidad sobre Ucrania, Rusia, China, Trump, Putin, Kim Jong-un, la inteligencia artificial, la batalla cultural y la supremacía cuántica, en un horizonte que quiere defender la democracia, pero paga la guerra, y que, vaya coincidencia, reúne a sus poderosos globales en la misma ciudad suiza: Davos. A eso empuja Mann: sus novelas no solo son pasatiempos bien facturados, o simples testimonios autobiográficos, sino una forma de exploración radical que implica a todas las fuerzas y debilidades del artista para extraer el particular conocimiento de las sombras que hay en las grandes novelas. (O)

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