Juan Diego Borbor: Acerca de la (in)dependencia | Columnistas | Opinión

Hoy, no es raro en las grandes urbes ecuatorianas sentirse en las cercanías de una fábrica. El incremento de generadores eléctricos basados en combustibles fósiles produce cierto malestar, especialmente en áreas residenciales. Distintas serían las cosas, por poner un ejemplo, si los gases tóxicos fuesen visibles al ojo. Tales efectos industriales no tienen cabida donde se pretende cultivar hogares. Así vemos lo lejos que estamos de la salud. Es un proceder en gran medida involuntario. Son reflejos condicionados, como salivaba el perro de Pávlov. En este sentido, la comodidad es inversamente proporcional a la libertad. Es una ceguera relacionada a la inconsciencia de la que se nutre el entorno tecnificado.

Hay quienes están al otro lado, una minoría comúnmente denigrada por no ser civilizada. El mérito de sobrevivir a siglos de colonización, estatización y globalización es escasamente reconocido, aunque aprender de ello sea crítico para nuestro futuro. Ver sus restos en el museo no es de ayuda, porque lo importante aquí es sentir lo autóctono en la medida en que está vivo. Los recursos espirituales necesarios para enraizarse en la Tierra no pueden irse a comprar al centro comercial o pedirse al exterior. Pero evitemos malentendidos: no es que sea recomendable el exilio romántico afín al concepto de “buen salvaje” (en “buen salvaje”), sino que es sustancial diferenciar a la alimentación del mero consumo. Francisco, Francisco… ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo si se pierde a sí mismo?”.

En la antigüedad remota, nuestra especie luchó por cosas ahora abundantes. De ahí el impulso a engullirlas, como sucede con la grasa. Así también pueden entenderse las golosinas, el alcohol y las redes sociales. Es de reconocer que lo normal dentro del zoológico en que nos encontramos no es lo mismo que bienestar. Es tan profunda la dependencia de tales productos y servicios que impacta hasta a los bebés. La evidencia hace tiempo advierte de las consecuencias de exponer a infantes a cualquier pantalla; el neurocientífico Michel Desmurget recomienda esperar a los 6 años de edad. Habituándose a la irreflexión es que un pueblo se transforma en masa.

Que la inercia frente a la creciente automatización reduzca la necesidad de pensar no es progreso. Y que los grandes aparatos decidan nuestras vidas es una ilusión óptica. No es casualidad que los cortes lleven a muchos a reconectarse con hogar y comunidad. La verdad la encontramos sólo con los demás. Por eso canta Alex Eugenio que “no hay nada más verdadero cuando hay amor”. Sentir amor supera toda técnica porque no puede automatizarse a la libertad. El amor es la celebración más resplandeciente de la independencia porque la reconoce en el otro. La consciencia de ese sentimiento inmediatamente refleja el brillo de los más arduos enfrentamientos de la persona singular, como en Venezuela. A pesar de las apariencias, aquel pueblo está más cerca de la emancipación que nosotros. De hecho, allí se mide la posibilidad de una segunda independencia de América Latina. La dependencia al sistema que monetiza la propia consciencia coincide con el olvido de estas cosas. (O)

Fuente

Comparte esta noticia