La Asamblea no deja pasar cualquier ocasión para mantenerse en el sótano de las evaluaciones ciudadanas. En las encuestas que miden la opinión acerca de las instituciones siempre se disputa el último lugar con los partidos políticos, lo que, en estricto sentido, quiere decir que se enfrenta a su propia imagen reflejada en un espejo empañado y sucio. Como si no bastaran los balbuceos difundidos a diario en entrevistas y en ese ámbito indiferenciado que pomposamente llaman territorio, la semana pasada se anotó dos puntos que le aseguran la medalla de oro en la lucha contra la institucionalidad y la convivencia democrática.
El primero vino de la mano (aunque, según el subsecretario que no ha perdido los atributos de asambleísta, habría que decir que vino de “un buen muslo”) de un grupo de tecnocumbieras que animó el recinto legislativo. Más allá de los criterios moralistas, que no vienen al caso, la institucionalidad democrática tiene reglas no escritas que deben ser respetadas. Un indicador de la fortaleza de las instituciones, además de la eficiencia y eficacia en el desempeño de sus funciones, es el respeto a los ritos, a sus prácticas propias. Como bien saben los pueblos originarios –expertos en ritualidades y en formalidades–, esto no es privativo de viejas aristocracias y ni siquiera de sociedades burguesas. La transfiguración de los espacios, como señalan los antropólogos, incide directamente de manera negativa sobre los resultados. Los erosionan.
El segundo punto que se anotó la Asamblea estuvo contenido en una ley de nombre ampuloso, como la mayoría de las que salen de allí: de Fomento, Apoyo y Protección a la Lactancia Materna (así, con mayúsculas, para que no queden dudas). Y si algo faltara, la expidieron como ley orgánica, lo que quiere decir que iba a situarse casi en la cúspide del orden jerárquico de las normas legales, solo precedida por la Constitución y los tratados internacionales. Esa condición y, sobre todo, su contenido no solamente expresaba la ignorancia de sus autores acerca del tema tratado, sino que era una clara manifestación del autoritarismo que atraviesa a las bancadas de todos los colores.
No se puede entender de otra manera, si lo que se pretendía era prohibir la libre comercialización de sucedáneos de la leche materna, como si la madre no tuviera la capacidad para decidir lo que les conviene a su hijo y a ella en un asunto que pertenece a la esfera privada. Obviamente, ningún asambleísta –hombre o mujer, por igual– se enteró de que el estado de derecho garantiza las libertades y, por tanto, tiene límites muy claros. Mucho menos les importó la autonomía de la mujer con respecto a su propio cuerpo (no faltaron quienes sostuvieron que la ley era necesaria para evitar que las mujeres sacrificaran la lactancia en función de su estética pectoral). Muy diferente habría sido si hubieran propuesto una ley para informar y capacitar a la población en estos aspectos sin entrometerse en las decisiones personales. Más grave aún es que no hubo un solo indicio de que se hubieran enterado de los efectos negativos que tiene la lactancia entregada por una madre perteneciente a los grupos más pobres de la población. Sin sucedáneos administrados en los primeros mil días de vida de los niños, esas madres seguirán reproduciendo la pobreza y la desnutrición. (O)