La conversación sobre la serie en Netflix de Cien años de soledad tenía la respuesta preparada: la versión cinematográfica no igualará nunca a la novela. Mi respuesta, en cambio, es una duda luego de verla. La serie está muy bien, se la puede disfrutar, obviamente no es la historia de latinoamericanos migrantes en Nueva York o Madrid, no transcurre en nuestros días, sino en otra época y lugar, en pequeños pueblos de la costa caribeña de Colombia, y el mundo que quiere retratar ha cambiado notablemente. Lo que llevaría a preguntarnos qué es lo que vemos en la serie: ¿Macondo, Colombia, un país, una región? ¿O es una historia que se despliega, ciertamente en un escenario concreto, pero que sobre todo da cuenta de los conflictos propios de una familia, con sus múltiples entradas y salidas? Creo que para ver la serie de Cien años de soledad hay que olvidar la novela, incluso hay que olvidar el retrato latinoamericano y detenerse en la construcción de los personajes y su interacción.
Lo que me recuerda una anécdota sobre Matisse con distintas versiones. En una exposición de Matisse estaba el retrato de una mujer que tenía un brazo demasiado largo, o que tenía una mancha verde sobre la nariz, lo que produjo la reacción del público de que una mujer no podía ser así. La respuesta de Matisse zanjó el reparo: él no había pintado a una mujer, sino un cuadro. Parafraseando la anécdota, podríamos decir que no se ha retratado una novela, sino que se ha creado una serie.
El olvido de Cien años de soledad es casi imposible. Digo “casi” porque hablo desde el punto de vista de alguien interesado en esta novela. Me gustaría saber la opinión de quienes han visto la serie y no han leído la novela. Y todavía más: me interesa la opinión de quienes no les gusta la novela. Porque todas las valoraciones de la serie parte de la admiración por Cien años de soledad. ¿Cómo la verán quienes no están convencidos de la novela en sí misma? Las críticas abundaron, desde Miguel Ángel Asturias que la relacionaba con La búsqueda del absoluto de Balzac a las críticas sintácticas e irónicas de Fernando Vallejo, sin dejar a un lado las que le reprocharon los contornos difuminados de tantos personajes que no cobran relieve, o incluso quienes pensaron y siguen pensando que la inflación “mágica” no da cuenta de una Latinoamérica que se palparía mejor en El amor en los tiempos del cólera.
El narrador de Cien años de soledad comprime tiempo con su lenguaje donde casi nadie habla aparte de él. Busquen diálogos en la novela. Casi no los hay. Son sentencias afirmativas. El uso del indirecto libre, que consiste en que el narrador hace de mediador transmitiendo lo que dicen los personajes pero sin reproducir literalmente sus palabras, le da velocidad y una capacidad para sintetizar situaciones extensas. El cine, por lo general, necesita del discurso directo de la escena. Ceñirse al procedimiento de escenificación hace que una novela como Cien años de soledad sea imposible en el formato de un largometraje. Esto también explica la dificultad que se puede experimentar en la serie en el paso del envejecimiento de los personajes, que es más bien abrupto, mientras que en la novela está logrado por el paso de otras historias que permiten crear tiempos paralelos. Aquí también tenemos otro de los desafíos: la enorme cantidad de personajes que no pueden juntarse en escenas colectivas (pienso en esos pobladísimos cuadros de batallas de Tintoretto) sino que más bien aparecen con una intensidad episódica con pocos protagonistas o testigos, si es que no son completamente íntimos. Lo que lleva a pensar que la serie podía haber sido, sin problemas, mucho más larga. ¿Seguimos requiriendo un protagonista central y una escena culminante en una novela?
Resolver las diferencias entre novela y cine llevaría a muchísimos detalles más, y probablemente el más relevante es la materia verbal de la novela, materia hecha de composición, prosodia y léxico, que refrenda la verdad que se olvida siempre: una novela no es nada sin el lenguaje que la canaliza, la hunde o la levanta. Y qué es lo que levanta García Márquez: un pueblo. Recordé esto por una nota brillante y apasionada de la escritora italiana Natalia Ginzburg, quien dijo que es “la historia de una familia en un pueblo. Probablemente en el futuro ya no habrá más familias ni pueblos, sino solamente ciudades y colectividades”. Y más que el pueblo, una familia, y todavía más: la casa de una familia. Si tenemos presente este punto en la imaginación, quizá podríamos ver la serie de una manera distinta a la expectativa por la comparación. Y hablo de la imagen de una casa porque es lo que mejor nos puede dar una película o una serie: no el retrato de un personaje que quedaría fijado por el rostro de un actor o una actriz, sino el de un lugar que sigue siendo mudo.
Quizá he dicho todo esto para salvar la serie de la novela, y a la novela de la serie. De nuevo me pregunto: ¿cómo la verán los pobladores de esas regiones? En cualquier caso, aplaudo el riesgo de quienes se metieron con una novela que está hecha de gran materia verbal, de mitos, de tiempo comprimido con un talento endiablado y una visión, la de Cien años de soledad, que ni siquiera es un retrato de América Latina, como se la pretende. Quizá habrá que dejar a narraciones menores la pretensión de un retrato exacto y fiel antes que la perduración de un mundo desaparecido gracias a la memoria imaginativa de un individuo que lo trastocó todo y lo refundó en una forma de escribir. A ver si la polémica entre la serie y la novela devuelve a la comprensión de lo que realmente es una novela, tan venida a menos por convertirla en mero pasatiempo, retratos huecos, oportunismos temáticos y activismos. Quedan cien años, y muchos más, de distorsiones. (O)