La Navidad, que ahora mismo atravesamos, es tiempo de paz y fraternidad. Indudablemente. Religiosamente. Ventajosamente. Si esos dos conceptos y toda su profundidad nos acompañasen los otros once meses del año, es seguro que fuéramos mejores profesionales, mejores compañeros, mejores ciudadanos, mejores seres humanos.
Pero no. Concentramos todo lo bueno que podemos ser en un año para el final, cuando ya está por expirar, y así gastamos los restantes 334 días en atizar el fuego de las crisis buscando un beneficio personal, gremial, grupal, incluso marginal.
Somos una sociedad que parece disfrutar de los conflictos que genera, y aunque muchos se declaran incapaces de encontrar soluciones, sí se dan modos y mañas para participar en varias peleas al mismo tiempo, sin importar los daños directos o colaterales que podamos infringir. Defendiendo muchas veces lo indefendible, mientras miramos hacia otro lado cuando pasan rozándonos batallas que quizás sí vale la pena librar, pero o son muy desafiantes o creemos que benefician a alguien y no a mí.
La Navidad es tiempo de dar sin esperar retribución. De extender la mano hacia el que nos necesita o tender ese puente que le urge a quien, en alguna ocasión, no reparó en el daño que podía hacernos.
Tiempo de solidaridad con el que está sufriendo, por la razón que fuese, para que deje de sentir que todo se ha acabado, que no hay salida, cuando siempre la hay, aunque sea muy pequeña. Tiempo de empatizar con quienes son diferentes y disfrutar así de la riqueza de la diversidad desde los zapatos mismos de nuestro interlocutor, partiendo de la convicción, tan difícil para algunos, de que todos somos iguales ante los ojos de Dios.
De reflexión que nos sumerja en la valoración plena de los objetivos que como sociedad debemos tener, para lograr la identidad de la que evidentemente los ecuatorianos carecemos, por el origen mismo de nuestro conglomerado, como víctima y resultado de una conquista violenta, un coloniaje opresor y una libertad que nunca llegó a ser plena por arrastrar el lastre de la dependencia.
Si en parte o en todo lo anterior estamos de acuerdo, ¿por qué no somos capaces de encarrilar adecuadamente nuestro destino, haciendo las correcciones y concesiones que sean necesarias para ser un mejor país?
¿Será acaso que el caos y la desesperación social rinden mejor para aquellos grandes intereses que se cuentan con los dedos de una mano, pero son los que encauzan de manera brusca la corriente según convenga?
¿O quizás el botín burocrático es para unos la empresa que nunca sus generaciones se esforzaron en regar, y buscan ir directo a los beneficios de la cosecha, saltándose el proceso?
Que esta Navidad sea una oportunidad para repensar el país, con sus crisis y sus logros. Con lo bueno y lo malo. Y preguntarnos si estoy haciendo algo para el beneficio colectivo; y si lo estoy haciendo, si será lo correcto. Porque solo con un pacto con nosotros mismos, nuestros hijos y todo aquel que en nuestro rededor queramos que salga adelante, podremos tener futuro en este país atravesado, lamentablemente, por mafias de narcos y de corruptos. Feliz Navidad. (O)