Con la desaparición de los cuatro menores de las Malvinas se materializaron los peligros que, a partir de la declaratoria de guerra interna, fueron advertidos por múltiples voces (entre ellas esta columna).
El problema de fondo, como se destacó en ese momento, es el rebasamiento de los procedimientos propios del Estado de derecho y su sustitución por la acción directa de unidades armadas que no están preparadas para imponer el orden sino para eliminar al enemigo, o al que ha sido señalado como tal. Esa visión, que es la que rige en la guerra y que considera que existen solamente dos polos irreconciliables, el amigo y el enemigo, fue teorizada para la política por Carl Schmidt, un ideólogo del nazismo. Conociéndola o no, muchos gobernantes contemporáneos, como Nayib Bukele en El Salvador, Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua o la retórica de Javier Milei en Argentina, la han hecho suya y de esa manera han erosionado la democracia de sus países. La declaratoria de guerra interna apuntaba peligrosamente en esa dirección.
Además de reiterar que la desaparición de los cuatro menores constituye un drama humano que no debe pasar al olvido como ocurre con todos los hechos en nuestro medio, es necesario que asumamos, como sociedad, que la responsabilidad es del Estado. Las evidencias disponibles hasta la mañana del viernes apuntan, en primer lugar, a la patrulla que los detuvo y, a partir de ahí, en una escalera ascendente, a los diversos niveles de los mandos de las Fuerzas Armadas. La ausencia del informe que, por respeto a su propio orden jerárquico, debía entregar esa patrulla a sus superiores y que no hay una razón por la que deba ser reservado o secreto, involucra a estos últimos. Incluso cabe dudar sobre la existencia de ese informe, lo que sería una falla muy grave en el marco de una situación tan compleja como es la que se configura con su participación en una actividad para la que no están preparados, como es el combate a la delincuencia.
En este punto es preciso señalar que, aunque ningún militar puede invocar el principio de obediencia debida para justificar sus actos y trasladar la responsabilidad a los superiores, estos están obligados a responder por el control que deben ejercer sobre sus subordinados. No hacerlo puede ser una muestra de indolencia, que afectaría al conjunto de la institución. Incluso aunque se comprobara que la patrulla los dejó libres y que hubo una supuesta llamada telefónica a sus familiares, como han afirmado sus integrantes, ese sería un acto que no corresponde a un cuerpo cuya eficiencia y eficacia se asienta, en gran medida, en su orden jerárquico.
El peor escenario se configuraría si se llegara a comprobar la hipótesis de que esta desaparición es similar a la de los hermanos Restrepo. A pesar de todos los recursos utilizados para esconder los motivos, tiene mucho asidero la suposición de un “exceso de fuerza” con uno de ellos y el asesinato del hermano para eliminarlo como testigo. Sería gravísimo para las Fuerzas Armadas.
Cabe recordar que esta es una de las dos instituciones más apreciadas por la opinión pública nacional y que ese prestigio se ve amenazado por acciones como esta. No cabe que sean parte de la sustitución del Estado de derecho por la lógica amigo-enemigo. (O)