Cecilia Ansaldo Briones: Policiacas | Columnistas | Opinión

Imagino que cada lector frecuente tiene preferencias. Si bien lee de todo, ya sea por motivos de trabajo, por estar actualizado o porque tiene que escribir sobre un libro, se aplica sobre determinados temas, géneros. Cuando yo quiero descansar de desentrañamientos complejos, leo novelas policiacas. Y tengo claro por qué me gustan: porque en la mayoría de ellas triunfa la justicia, se desentraña un entramado maléfico, se atrapa a unos culpables, se restablece el orden social.

En este programa bien equilibrado, soy consciente de que la ficción me regala lo que tan a menudo me niega la realidad. Para qué insistir en que el Ecuador, los organismos de justicia son los más tomados por la corrupción, cosa que los hace dignos de la desconfianza de la ciudadanía. Entonces, leamos para darle a la psiquis un exorcismo momentáneo.

Como muchos autores de esta clase de novelas, Juan Pablo Castro Rodas (Cuenca, 1971) es creador de un detective que he conocido en dos de sus novelas: La curiosa muerte de María del Río (2016), ganadora de la primera convocatoria del Concurso Miguel Donoso Pareja, que entonces estrenaba la FILGYE, y en la reciente La máscara del alacrán (2024). El teniente Veintimilla, feroz investigador en la primera, ya está retirado en la segunda, hasta geográficamente es un solitario que luego de una escapada a Montañita para sumergirse en galones de alcohol se refugia en Carapungo, a macerar su soledad junto con un gato siamés. Allá lo asaltan los hechos de su profesión: la hermana de un viejo coleccionista de arte, que apareció muerto en su tina de baño, lo contrata para resolver el asesinato.

El cuerpo narrativo se inscribe en la ciudad de Quito, con barrios, calles con arupos y ambientes de todo tipo: una fauna arrabalera emerge ante los ojos avizores del investigador, que va mostrando que la víctima solo tenía de decente su apellido. Con Vintimilla ocurre como con los grandes detectives, reconoce el mal, pero no se contamina; hace su trabajo mientras su cabeza liga lecturas con situación cotidianas, donde hasta una mujer clave tiene nombre literario: Justine, como la de Durrell. El trasfondo es actualísimo: un narco-Estado violento e ingobernable.

También leí María Emilia, entre la verdad y la tristeza (2022), del autor lojano Antonio Campoverde, quien extrae su material del terrible caso de un niña secuestrada, violada y asesinada en Loja, en 2017. En ella, un narrador codea su voz con algunos textos de corte jurídico de los que emerge un protagonista inusual: el fiscal de la provincia. Crece tanto su figura –su medianía en recuerdos escolares, la madre inválida, su matrimonio fracasado y nuevos amores– que a ratos nos olvidamos de que está actuando más allá de sus competencias. A través de su mirada, el lector conoce la vida cotidiana entre autoridades de figurón, médicos ineptos, militares vanidosos. La factura realista de la novela es visible. El fiscal no se deja engañar cuando sostiene que el sistema judicial es “una enorme máquina de hacer dinero”. Involucrado a fondo con la investigación, el hombre pequeño y tímido tiene que manipular una pistola, correr para escapar, pelearse con un contrincante. Que el final lo descubra el lector. Lástima que, en ambos libros, la escritura deje pasar errores y repeticiones que afean los productos. (O)

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