Acabo de escuchar al gran escritor español Antonio Muñoz Molina que la tendencia de las personas mayores es la de ver el mundo en declive porque ellos mismos están declinando. Yo no quiero ser una cuota más que ratifique esa tendencia y por eso defiendo la acción, el uso de la palabra y el pensamiento como ejercicio constante. Practicando esas actividades siempre hay un nuevo libro que leer, humanos que conocer, transformaciones científicas de las cuales beneficiarse, aun a costa de riesgos, como los efectos secundarios de las medicinas nuevas.
En esa actitud, observar con mirada dinámica al país exige una criticidad tan, pero tan equilibrada, que la siento esforzada y distante. Esto pasa porque las emociones nos bloquean el raciocinio y nos zarandean a menudo, inyectándonos de zozobra, tristeza y pesimismo. Me he sorprendido abriendo el celular o el periódico mañanero haciéndome la pregunta de qué será lo que tengamos que lamentar en ese gesto de saber en qué aguas se agita el presente.
Hemos vivido pendientes del caso de los cuatro chiquillos desaparecidos el 8 de diciembre e identificados el 31 del mes, en medio de una desesperanza gradual, en la que todos los ecuatorianos perdimos algo, como personas y como sociedad. La utilización política de esta dolorosa realidad asquea y es fácil prever que sentiremos asco durante cinco semanas. La guerrilla partidista no cejará en sus enfrentamientos, deformará datos, nombrará a la Constitución hasta para deshonrarla con decisiones y análisis forzados, ofrecerá soluciones a los problemas nacionales. La letanía de quienes ya gobernaron y fracasaron, nos machacará los oídos.
Percibo que, aparte de los fanáticos por los líderes –o por las prebendas que se obtienen de seguir a alguno–, el pueblo está cansado, descreído, hastiado. Somos espectadores y jueces –claro está porque la conversación fácilmente sube en decibeles y caemos con garrote sobre los que identificamos como equivocados– de las lides diarias, cuyo mejor territorio son las redes sociales. La sospecha, más todavía, la convicción de que “los malos” triunfan ha destruido la moral pública, afecta a los fines de la educación, cambiando los modelos que la niñez y la juventud tendrían que seguir. Debe ser muy difícil ser profesor hoy en día. ¿Qué se les dice a los alumnos sobre valores y honorabilidad, cuando los hijos de los de rápida fortuna se sientan junto a aquellos que provienen de esforzadas familias?
La mayoría de los habitantes, esa que trabaja todos los días y que tiene que sobrevivir con el 15 % de IVA, con las protestas que bloquean las calles –ahora será con las movilizaciones de campaña–, que salió de penosos apagones, que se ha balanceado sobre un largo feriado a costa de tarjetas de crédito, solo aspira a la satisfacción de necesidades y al mediano pasar. Los pobres, esos que son incontables, que crecen a golpe de desempleo y “ajustes”, serán tentados por quien visite los barrios desfavorecidos echando paquetes de comida por las ventanas de los vehículos, a pesar de pagar “vacunas” y exponerse al peligro cotidianamente.
Necesitamos que alguien nos convenza de que el cambio es alcanzable, que restañe las numerosas heridas con explicaciones claras y medidas justa y que haga renacer la confianza. ¿Será posible? (O)