Leonardo Valencia: Palabra póstuma al silencio: Ribeyro | Columnistas | Opinión

En diciembre de 2024 se van a cumplir treinta años del fallecimiento de uno de los mayores cuentistas de lengua española, el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro. Hace un par de meses se publicó un breve recopilatorio de cinco textos inéditos, Invitación al viaje y otros cuentos, con prólogo de Santiago Gamboa y posfacio de Alonso Cueto, editado por Jorge Coaguila, quien tiene la fidelidad paciente y rigurosa de acompañar el legado de Ribeyro. Coaguila llevaba décadas recopilando correspondencia y entrevistas. Ahora sale a la luz un trabajo de primera mano en los archivos al que la familia le ha dado acceso. Entre las noticias que circulan a raíz de este libro, se ha desmentido el mito de que no se publicarán (o permitirán) más tomos del monumental diario La tentación del fracaso, que hasta la fecha cubren los años de 1950 a 1978. Saldrán más. Lo que por sí es una fiesta.

Lo que acaba de salir ahora son estos cinco cuentos, materia de polémica póstuma. No quiero entrar en ella. Como es de esperarse, no todos los cuentos son excepcionales, lógica propia de los recopilatorios de cuentos, poemas y canciones. Bien vale la pena sobrellevar un par de cuentos menores para disfrutar no sólo de ese largo cuento que da título al libro, “Invitación al viaje” o del imprevisto final de “Las laceraciones de Pierluca”, sino volver a visitar la prosa de Ribeyro y, acaso, pensar en el paso del tiempo en la literatura y el sentido de la escritura en un mundo de impactos apresurados. Al releerlo es como si no hubiera pasado el tiempo, aunque fuera un autor que no tuvo nunca la pretensión de hacer aspavientos de vanguardia. Fue habitual decir de su escritura que parecía un cuentista del siglo XIX, como si eso fuera un insulto o un desprestigio. Igual se dijo de Borges. Quienes andan muy preocupados por ganar prestigio y modernidad, en el fondo lo único que logran es una fama precaria que se levanta sobre inconsistencias y una persistente demagogia por contemporizar con lo que da réditos. Ribeyro iba a la contra de ese proceder. Oscila entre ser considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos y el mayor diarista peruano de fines del siglo XX, y en el fondo se trata de un prosista sereno, preciso, límpido y honesto con sus propias percepciones. Una de estas es la presencia del mar.

Los especialistas de Ribeyro deben tener clasificadas las tipologías de sus relatos. Yo ni siquiera me he leído todos sus cuentos. Son mi reserva. De cuando en cuando, como si fuera una cava, saco alguno de sus libros o el tomo de cuentos completos, La palabra del mudo, espigo alguno que no había leído o releo alguno favorito, y vuelvo a dejarlo. Siguen impasibles, como si el tiempo no pasara por ellos. Lo que en su momento los hacía parecer cuentos antiguos más bien era el tránsito de convertirse en clásicos. Sus historias siempre han tenido una cierta melancolía limeña, saudade a la que le urge un neologismo específico y que cultivan estos cinco cuentos recuperados. Sobre todo ese candor desolado, ese estremecimiento y abandono que tienen sus personajes infantiles y adolescentes. El Lucho de “Invitación al viaje” me ha recordado a los desvalidos Efraín y Enrique de “Los gallinazos sin plumas”, o a Toribio, el hijo menor del narrador de “Al pie del acantilado”, y a muchos más que proliferan en las historias de Ribeyro y que son, a fin de cuentas, ese personaje que es él mismo en su diario y que avanza perplejo en un mundo indiferente, sin pestañear ante lo inaudito, para quizá comprenderlo. Y siempre el mar, como ocurre en los cuentos mencionados, así como en esa obra maestra que es “La casa en la playa” y en su último cuento, “Surf”, que lo terminó en julio de 1994, el mismo año de su muerte. Este cuento es una metáfora de su vida: el escritor al acecho de un instante narrativo como quien quiere subirse, solitario, a una ola fugaz, sin esperar público ni estatua. En sus cuentos y en las entradas de su diario, se lanza al mar para disfrutar esa plenitud pasajera y auténtica de la ola alta de un párrafo o un puñado de páginas. Es la levedad profunda de un trazo que huye.

Pero no se marcha. A veces me sorprendo recordando imágenes de sus cuentos, que a lo mejor no he vuelto a leerlos en años, y veo que permanecen: un hijo que ha peleado con su padre, ambos borrachos, y que al noquearlo y verlo tumbado, le voltea en la mano el anillo con una piedra preciosa para que no se lo roben, o un personaje que supone en el trazado de un rosedal un enigma a descifrar, y otro personaje que de pronto descubre que el mundo tiene una contraseña que solo unos pocos elegidos reconocen, o incluso el lanzamiento fantástico de un pisapapeles que atraviesa medio mundo y media vida, o la ansiedad de un bibliófilo por unos libros que no son más que polvo. No quiero buscar cuáles son sus títulos. Solo sé que sus imágenes sobreviven por un talento que tuvo paciencia, pulimiento y, sobre todo, la sensibilidad para escuchar lo que le hablaba solamente a él. Preservó la dignidad de una historia o de un personaje sencillo porque era auténticamente suyo. Como bien resumen sus dos títulos monumentales: darle palabra a lo silencioso es tentar el fracaso. La paradoja es que se gana la plenitud. Su percepción trasladada en la justa medida es lo que sustenta el talento de Ribeyro, sea en sus cuentos, sea en sus diarios, y también en este recopilatorio donde el personaje infantil de Lucho, luego de una noche desorientada en la frontera de la adolescencia, escucha cantar a un gallo a lo lejos y se da cuenta que eso era la soledad. (O)

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