Si el Consejo Nacional Electoral no encuentra irregularidades y si no prosperan las impugnaciones que seguramente se presentarán, tendremos un menú con 16 opciones para escoger en la elección del próximo febrero. La reacción mayoritaria en redes y medios es de rechazo y preocupación por los efectos negativos que puede tener un número tan elevado de candidaturas. Fundamentalmente, se sostiene que esto confunde a los electores, fragmenta la votación e impide el debate de propuestas. A primera vista es fácil coincidir con esas afirmaciones, pero, como aconsejan las viejas enseñanzas, habrá más precisión si se considera el contexto en que se produce esa multiplicación de aspirantes y si se miran otros aspectos además de la cantidad.
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En primer lugar, aunque el número de candidatos es el doble que en la elección de 2023, no hay que olvidar que en la de 2021 también se presentaron 16 binomios. Incluso antes, en el lejano 1992 hubo 12 candidatos y en el 2006 fueron 13, lo que indica que el fenómeno no es nuevo y que los electores ya manejan las artes para moverse en medio de la lluvia de candidaturas. Además, las cifras permiten afirmar que el alto número de candidatos no ha incidido en la dispersión de la votación. Esto se demuestra, de manera parcial, con la suma de la votación obtenida por quienes ocuparon los dos primeros puestos, que mantuvo una relativa estabilidad a lo largo de todo el periodo (prescindiendo de las dos reelecciones de Rafael Correa que obedecieron a otra lógica). Asimismo, al observar la curva que dibuja la votación de todos los candidatos se comprueba que es casi idéntica a lo largo del tiempo, independientemente del número de candidatos.
Hubo varios cambios entre las listas aprobadas en primarias y las que se inscribieron
Como en muchos otros asuntos, la cantidad no es suficiente para explicar los problemas que encuentran los electores en el momento de tomar su decisión. Más importancia tiene la identificación de los asuntos que están en juego, en particular en la que se avecina. Sin duda, el combate a la inseguridad ocupará un lugar central, pero este estará supeditado a la contradicción que ha predominado en la política nacional en los últimos años. Es el enfrentamiento entre correísmo y anticorreísmo, que persiste por la incapacidad de construir una organización política al margen del caudillismo. Esa personalización coloca en segundo plano a las definiciones ideológicas y a las propuestas políticas.
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Sin Correa como candidato su tendencia política se debilitó, lo que fortaleció las expectativas del anticorreísmo que hasta entonces eran nulas. Pero en el espacio del “anti” no había (y no hay) un partido sólido o un personaje que pudiera canalizar ese sentimiento de aversión, que no es una propuesta concreta y mucho menos una tendencia ideológica. Ante ello, una proporción de los electores, que ya en dos ocasiones se ha mostrado mayoritaria, debió decantarse por los candidatos que tuvieran mayores opciones para impedir que triunfara el correísmo. En esas condiciones, la fragmentación pasa a segundo plano, se impone el pragmatismo y la mayoría de los candidatos debe consolarse con un caudal de votos menor a la suma de sus familiares y sus amigos más cercanos. Mientras predomine la figura del líder único e inapelable, independientemente del número de candidatos, la política seguirá siendo un asunto de sentimientos. (O)