El próximo lunes, con la posesión de Donald Trump, el mundo iniciará una nueva etapa. Aún no tiene un nombre, pero indudablemente será un giro tanto en la política interna norteamericana como en el orden internacional. Aun suponiendo que no pueda cumplir todas las medidas que ha anunciado –ya sea por sus efectos negativos para su propia economía, como la deportación masiva de inmigrantes, o por su inviabilidad, como las ambiciones sobre Groenlandia y el Canal de Panamá– su presidencia marcará un antes y un después. El punto central de este cambio se encuentra en la representación directa de las mayores fortunas del mundo.
Los nombres de las personas que ocuparán cargos de importancia en su gobierno ponen sobre la mesa el problema de la separación entre el interés publico y los intereses privados. Uno de los principios básicos de la democracia ha sido la búsqueda de los procedimientos adecuados para evitar que las diferencias sociales se reproduzcan en la política, especialmente en la gestión gubernamental. En la época clásica se estableció la diferencia entre democracia y oligarquía como regímenes políticos diferentes e incluso opuestos. En los tiempos que corren, sobre todo desde la mitad del siglo XX, esa concepción ha sido mantenida debido a la dificultad –muy humana, por cierto– de romper los lazos entre el interés personal o de grupo y el de la sociedad. Si en sí mismo constituye una amenaza en ese sentido el gobierno de una persona que ostenta una de las mayores fortunas del país, como en Ecuador, ese peligro se multiplica exponencialmente con un conjunto de multimillonarios que gobernarán la primera potencia mundial.
‘Que hablen…’
No más falsas ilusiones
En alguna medida, esta situación es la expresión de una tendencia que va tomando cuerpo en las Américas y en Europa. Son las nuevas derechas, o derechas alternativas, como se las llama. Sus propuestas van más allá que la ola neoliberal impulsada por Reagan y Thatcher, que debilitaron significativamente a los Estados de bienestar, en los países en que este se había consolidado, o cerraron cualquier posibilidad en los que intentaban recién instaurarlos. Las derechas alternativas –diferentes de las derechas democráticas– ya no se sienten satisfechas con el neoliberalismo. Abrazan los postulados libertarios, que se guían por el individualismo extremo, como el que propugna Milei en Argentina, que tiene más de Nozick que de Hayek o Friedman. El triunfo de Trump ya ha funcionado como un incentivo para el avance de ese sector y su ejercicio en el gobierno lo fortalecerá.
Pero es probable que a esas nuevas derechas no les convenga que el experimento se produzca en EE. UU., ya que allí, por la propia fortaleza de su entramado institucional, tiene más probabilidades de fracasar que en países menos desarrollados y con Estados débiles. Además, escondidas en la palabrería descontrolada de los discursos, subyacen grandes contradicciones, como la del proteccionismo económico, claramente opuesto al postulado de la libertad sin límites. De cualquier manera, el mundo vivirá una etapa diferente, seguramente llena de turbulencias no solo por las medidas económicas, sino sobre todo por la orientación de la política internacional que emane de un gobierno manejado por magnates, que ni Orson Wells imaginó en Ciudadano Kane. (O)