Adrián Bonilla: Panamá y el uso de la fuerza | Columnistas | Opinión

A finales de 1989, en una operación militar que involucró a 27.000 soldados estadounidenses respaldados por más de 300 aeronaves, se invadió Panamá. En menos de diez días, la totalidad del país estuvo bajo el control de las tropas extranjeras, que casi no sufrieron bajas. El uso de la fuerza puso fin a una larga crisis provocada por la hostilidad hacia Washington de un antiguo informante de la CIA, quien asumió la jefatura del Estado y el mando de las fuerzas armadas: el general Antonio Noriega, cuyos vínculos con el narcotráfico fueron ampliamente probados.

El enviado de Trump para América Latina

Esa experiencia no puede desvincularse de las declaraciones de Donald Trump sobre la posibilidad de volver a controlar el Canal de Panamá, ya que estas reflejan la enorme asimetría entre las naciones de la región y sus vulnerabilidades en materia de defensa.

A lo largo de la historia de las relaciones de los Estados Unidos con América Latina en el siglo XX, el uso de la fuerza no fue una excepción. Panamá (1989), Granada (1984), República Dominicana (1965) y Guatemala (1954) son algunos ejemplos. En la mayoría de los casos, el contexto fue la Guerra Fría, pero también obedeció a una política de relacionamiento estratégico que fue abolida por el presidente Obama y restaurada por Trump: la Doctrina Monroe. Enunciada en el siglo XIX para prevenir el regreso de las potencias coloniales europeas, esta doctrina terminó, con varios corolarios, sustentando una política de control territorial sobre el hemisferio occidental, girando alrededor de la premisa: “América para los americanos”.

En los hechos, esa doctrina es obsoleta, especialmente en tiempos de globalización. Las interconexiones económicas y las interdependencias entre las economías latinoamericanas con los Estados Unidos, la Unión Europea, China y otras potencias de Asia-Pacífico hacen que el control territorial sea irrelevante. Sin embargo, el mundo está cambiando, y un nuevo ciclo de geopolítica, centrado en el uso del poder estatal en función del espacio, parece haberse abierto tras el breve momento de unipolaridad que siguió al colapso de la Unión Soviética. Desde esa lógica, las pretensiones de Trump sobre Canadá, Panamá y Groenlandia cobran sentido, al igual que la guerra de Rusia contra Ucrania.

El Canal de Panamá comenzó a construirse en 1880 con inversiones francesas, y los Estados Unidos finalizaron la obra entre 1904 y 1914. En esos trabajos murieron 35.000 personas, la mayoría de ellas obreros antillanos, afectados por enfermedades como la fiebre amarilla. Los Estados Unidos usufructuaron el Canal hasta 1980 y recuperaron con creces su inversión. Los tratados Torrijos-Carter no fueron una concesión gratuita de una obra estadounidense, sino una negociación comercial y política realista. Panamá ha invertido alrededor de 6.000 millones de dólares en la ampliación del Canal, lo que refuerza tanto la legalidad como la legitimidad de la propiedad panameña.

La amenaza del uso de la fuerza para respaldar una pretensión absurda generaría más costos que beneficios para la política estadounidense en el hemisferio occidental. La Doctrina Monroe, a estas alturas, es una pieza de museo inútil: una herramienta populista para sumar adhesiones internas en los Estados Unidos, pero finalmente perniciosa para sus intereses globales. (O)

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